El paisaje ya
sólo era una amalgama irreconocible y trepidante que silbaba en nuestros oídos. Sonreí, ebrio y satisfecho.
Aquello era lo único que contaba: Los kilómetros que dejabas atrás y los que te
separaban de tu destino. En medio no había nada más que aquel Cadillac
atronador, atravesando temerario los límites del control. Dean estaba más
pletórico que de costumbre. Aquellos polvos cristalinos del viejo Lee habían
surtido efecto, convirtiendo a mi exaltado amigo en una marioneta manipulada
por el viento: Flotando mágicamente a dos palmos del asiento, con los brazos
enarbolados al aire en salvajes aspavientos y girando la cabeza en ángulos
imposibles, fijando los ojos en algún punto indeterminado dentro del coche y
riendo febrilmente. En el asiento trasero, el joven marino repleto de tatuajes
manoseaba a aquella mujer de facciones grotescas que gritaba extasiada al cielo
eterno, como en un canto de veneración a algún dios pagano. No los conocíamos
de nada. Pero eran como nosotros, hermanos peregrinos en la ruta hacia las
estrellas. Siempre está ahí, ardiendo en sus ojos: El ansia por reír, beber y
sentir; el frenesí por ir siempre más allá, más rápido, más lejos, más fuerte;
El amor loco e infinito por la vida.
-¡Vamos allá Sal!
¡Comparte este elixir conmigo! ¡Vamos a bordo de esta máquina del tiempo,
directos al final de la Historia!
Hacia el final
de la Historia, ardiendo como un meteoro. Me entró vértigo y me mareé. Miré el
rostro de Dean y del marino y de la mujer extasiada. Estaban acartonados y sin
vida. Frente a nosotros, la árida llanura nos engullía irremisiblemente. Sólo
arena y polvo. Allá íbamos, imbuidos de aquel amor loco, en aquella extraña
máquina del tiempo, directos hacia el final de la Historia.
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