martes, 17 de mayo de 2011

ÉL


Inesperadamente, aquella estaba resultando una tarde de lo más agradable.
Reclinado desde la orilla, lanzó una mirada distraída al divertimento de los bañistas: Minúsculas cabecitas que chapoteaban en una suerte de solaz inocencia. Era como contemplar, indiferente y distante, el bullicio de otro mundo. Un universo mínimo, revoltoso como una sinfonía joven e impaciente. Satisfecho, divagó en ocurrentes analogías: El laborioso frenesí de una colonia de hormigas;  La vorágine caníbal de las partículas microscópicas. Todo tan desesperado y fútil. 
Alguna de esas diminutas cabecitas era ella. No la reconocía, pero eso poco le importaba. Y de todo aquello, eso era lo más sorprendente: La absoluta ausencia de preocupaciones. Hubiera podido creer que los tormentos que hace sólo días le torturaban, le hubieran llegado indirectamente, como reflejados en las páginas de un libro, propios de un personaje de ficción.
Intuyó que la felicidad debía ser eso. Si no, algo muy parecido.
Despreocupado, permitió que le invadiera el sopor y se tumbo bocabajo, sobre la arena.
Ya no tenía porque seguir sufriendo.
Pero la voz dice: No existe paz para siempre.
Un latido salvaje le invocó desde lo más profundo. Un imposible alarido que hervía inclemente en su sangre.
A sus espaldas el mar rugía furioso, en un tumulto de éxtasis y pesadilla.
El ansia devoraba sus tripas y frente a él, en absoluto delirio, creyó vislumbrar una montaña de purulentos cadáveres: hinchados, cercenados, violados y mordidos. Aquello le excitó.
¿Cómo podía haber sido tan iluso? ¿Cómo se permitió bajar la guardia?
Ignorante y estúpido, yacía esperando el inexorable castigo. Pues es cierto, engañó a muchos y la engañó a ella. Pero a aquello nunca podría esconderle su secreto.
Pensó que creyó amarla. Incluso había imaginado una vida, juntos.
Pero él era un depredador.
Más allá no había nada.


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