jueves, 25 de agosto de 2011

SUPER 8 de J. J. Abrams

EL JUGUETE PARA NIÑOS MÁS CARO DEL MUNDO

Durante los títulos de crédito del último y (de nuevo) rodeado de misterio proyecto de Abrams, podemos ver en su final cut el cortometraje amateur The case, pieza fílmica que el grupo de niños protagonistas de la película intenta grabar, justo antes de que un terrible accidente ferroviario les obligue a interrumpir el rodaje y libere a la criatura extraterrestre que desencadena la trama principal de la película. El hilarante corto, tierno guiño a la saga de terror zombie iniciada por George A. Romero con la seminal Night of the living dead, se presenta aquí como eficaz metáfora del nostálgico ejercicio cinematográfico llevado a cabo por el autor, homenajeando a aquél cine deliciosamente naïf que, en los años ochenta, nos brindara la productora Amblin Entertainment de la mano de ese Rey Midas contemporáneo llamado Steven Spielberg. Y es que Super 8, divertimento honesto y conmovedor, encuentra su significado global precisamente en su naturaleza referencial, como juego de espejos (la ficción se refleja en la meta-ficción) de un cine y una forma de hacer cine que, por mucho que nos pese (a nosotros y al autor), ha dejado de existir.

Responsable del guión y la dirección, Abrams nutre la historia de aquellos elementos reconocibles en títulos inolvidables como E.T., Los Goonies o Gremlins: la cuadrilla de protagonistas adolescentes, la cotidianeidad del pueblecito americano de provincias, el elemento fantástico-misterioso que resquebraja el status quo a cambio de la promesa de grandes aventuras y, por encima de todo, el tránsito de las inseguridades y miedos de la infancia hacia la entereza de la madurez. Esto, añadido a una estructura plagada de gags recurrentes (las constantes vomiteras de Martin, el niño protagonista del corto o las discusiones entre Charles y Cary, que en ocasiones parecen diálogos de Tarantino versión para todos los públicos) y precisos mecanismos de guión clásico (el medallón que Joe lleva siempre consigo con la foto de su madre, la febril piromanía de Cary o el aparentemente irrelevante dependiente hippie de la tienda de fotrografía) convierten a Super 8 en un relato con los ingredientes necesarios para ablandar nuestros corazones y emocionarnos como, en días pasados, hicieron los títulos ya nombrados. Sin embargo y casi incomprensiblemente, con la visión del desenlace la emoción no llega a culminar y uno abandona la sala del cine preguntandose porqué.

Cierto que, de nuevo, Abrams hace gala de su deslumbrante y espectacular estilo visual, no incidiendo tanto en el imaginativo estilo narrativo de Spielberg (a fin de cuentas, no deja de ser un realizador forjado en la nueva televisión y el blockbuster "de autor") pero en su factura también se percibe el amor incondicional al cine que homenajea, dando un resultado más que agradecido. Pero el estilo de Abrams también responde a la demanda de un espectador que no es el mismo que hace treinta años. Tal vez el flirteo de la película con el género de terror sea otra sonda de aproximación a las audiencias del nuevo milenio. Y creemos a Abrams cuando nos confiesa que tiene a Tiburón o Alien como referentes (cierto que la guarida del extraterrestre de Super 8 remite irremisiblemente a su equivalente en la cinta de Ridley Scott), pero la acción trepidante y sesgada también nos remite a otra obra más reciente y producida por el director, Cloverfield. Una película, todo sea dicho, más en sintonía con los tiempos que corren. Por ello, parece que Super 8 se posiciona en tierra de nadie, demasiado moderna para los puristas del cine eighties y demasiado retro para los adolescentes de hoy.

Dicho esto, y posicionándome como un no-purista, esta película parece hecha para esos espectadores (como yo) que entraron en el cine dispuesto a revivir una época más optimista y dejarse llevar por la emoción de un niño con un juguete nuevo. Igual que Abrams, corporeizado al final de los créditos en Charlie, el director de The case, confesando que se han divertido mucho haciendo esa película. Y es que la historia goza de esa magia que una parte del público esperábamos de ella. Porque, ese tránsito a la madurez que la película retrata, es efectivamente un tránsito mágico, gracias sobre todo al mayor logro de la película de Abrams: la tierna y hermosa sencillez de la historia de amor entre los niños protagonistas, Joe y Alice. Relación que nos brinda lo que, en su día, nos regaló la amistad entre Eliot y el entrañable E.T.: el sentimiento de que a partir de ese momento, nada sería igual.

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