domingo, 11 de marzo de 2012

LA INVENCIÓN DE HUGO, de Martin Scorsese

EL NIÑO QUE DESCUBRIÓ A MÉLIÈS

 Muchos nos sorprendimos ante el anuncio de que Scorsese se embarcaba en su primer proyecto en 3D, adaptando una obra literaria destinada al público infantil. Lo paradójico es que, aún trabajando en un registro tan alejado del director italoamericano y siendo la película tan fiel a la obra de Brian Selznick, La invención de Hugo es uno de los trabajos más personales (incluso a nivel autobiográfico) de la filmografía de Martin Scorsese.

El pequeño Martin, un niño tímido y aquejado de asma, creció en una convulsa Little Italy a la que no conseguía adaptarse. Un chico extraño y frágil que finalmente encontró su lugar en el mundo en una sala oscura, ante una máquina que creaba imágenes de ensueño y que le descubrió la magia del cine. El pequeño Hugo vive entre los muros de una estación parisina. Abandonado y escondido del mundo (aún cuando no puede evitar observarlo a través de un agujero, deleitándose, con el vouyerismo propio de un espectador cinematográfico, con las pequeñas historias que nutren la vida de la estación). Un muchacho que, abatido por la muerte de su padre, encontrará su lugar en el mundo al arreglar un ingenio mecánico y devolverle la ilusión a un mago: al maestro de las ilusiones y padre del cine, George Méliès.

La invención de Hugo es una carta de amor de su director a la magia del cine y la narración de historias. Una exaltación del poder de la imaginación en la que los niños protagonistas (que parecen extraídos de una novela de Dickens) salvan obstáculos, resuelven acertijos y viven la más maravillosa de las aventuras concebibles (para Scorsese y para muchos de nosotros): el descubrimiento del origen del cine, personificado en el misterioso “Papà George”. 

El director se sirve de las nuevas tecnologías para conseguir, ante un espectador contemporáneo y difícilmente impresionable, el asombro que en su momento generaron los trucos de Méliès. Porque, como dice uno de los personajes, “el tiempo no ha sido amable con las películas viejas”. El paso del tiempo no sólo deteriora la preciada película sobra la que se imprimen las fantasías de Méliès, sino que relega esas obras maestras a los recovecos olvidados de la memoria colectiva, como si se tratasen de espectros (“fantasmas”, dice Méliès al observar a su autómata cobrando vida en la libreta de Hugo) o retazos de nostalgia (el niño protagonista recordando a su padre mientras se escucha el motor de un proyector de cine). Con su película, Scorsese restaura toda la historia del cine, redescubriéndonos la figura de un maestro que no debe olvidarse. Como el pequeño Hugo, que descubre a un derrotado Méliès en una juguetería de París y le lleva de nuevo al escenario. El viejo ilusionista se lo agradece emocionado. Está ahí gracias a su empeño: el del pequeño Martin, ese chico frágil y extraño.

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