CUANDO MENOS ES MÁS
El chocante cartel de This
must be the place, cuyo principal atractivo se sustenta en el melancólico
rostro de Cheyenne (un brillante Sean Penn interpretando a una vieja gloria del
rock retirada) es una clara muestra de lo que nos espera en la sala de cine. La
mayor virtud de esta road movie
filmada por el italiano Paolo Sorretino es, muy a su pesar, la brillante
interpretación de su actor principal. Circunstancia que no sería remarcable (a
estas alturas no descubrimos a nadie el talento de este intérprete) de no ser
por la irritante persistencia del director por evidenciar su virtuosismo
estético en cada plano, firmando una obra cuyo farragoso barroquismo acaba por
entorpecer la narración de una historia que no carece de interés.
Ya en la hipnótica Las
consecuencias del amor, Sorretino se sirvió de su elaborado estilo para
contar la intrigante historia de Girolamo, un taciturno individuo que vive solo
en una habitación de hotel, a la espera de algo que nunca termina por revelarse.
Allí, el director se afanaba en construir su discurso a partir de instantes
vacíos, relegando las claves del esquivo relato para la mente del espectador.
En This must be the place también
encontramos estos vacíos: son los vacíos, geográficos y emocionales, de la
carretera norteamericana. Hostales y bares de paso, reconocidos “entre-lugares” de ese nuevo
continente ignoto que tanto fascina a los cineastas europeos. Y el propio Sean
Penn, con su dicción balbuceante y su mentalidad naïf, camufla convenientemente
los conflictos de Cheyenne, construyendo un personaje que, extraviado en un
espacio límbico (así como en sus propias inseguridades) primero interesa y,
finalmente, fascina.
Pero la grandilocuencia estilística de Sorretino acaba por
despistarnos. Lo mismo que ocurre con la inclusión del tema del Holocausto en
la trama (Cheyenne emprende su viaje para buscar a un antiguo criminal nazi que
torturó en los campos a su, recientemente fallecido, padre). Mucho se ha
criticado el tratamiento que, de una materia tan delicada, ha llevado a cabo el
director. Pero es sencillamente que a Sorretino, como al propio protagonista,
la palabra le viene grande (ante la pregunta de “¿Conoces el Holocausto?”,
Cheyenne responde “En líneas generales”). Porque tanto a la película como a su
director lo que les interesa es plasmar ese camino, doloroso pero esperanzador,
que Cheyenne debe recorrer hacia la madurez y la reconciliación con su pasado
(tortuosamente marcado por el suicidio de dos fans, de cuyas muertes se
responsabiliza). Un retrato sin pretensiones que Sean Penn es capaz de bordar
con una simple mirada pero que Sorretino, con todos sus malabarismos, acaba
diluyendo.
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