domingo, 3 de junio de 2012

THIS MUST BE THE PLACE, de Paolo Sorretino


 
 CUANDO MENOS ES MÁS

 El chocante cartel de This must be the place, cuyo principal atractivo se sustenta en el melancólico rostro de Cheyenne (un brillante Sean Penn interpretando a una vieja gloria del rock retirada) es una clara muestra de lo que nos espera en la sala de cine. La mayor virtud de esta road movie filmada por el italiano Paolo Sorretino es, muy a su pesar, la brillante interpretación de su actor principal. Circunstancia que no sería remarcable (a estas alturas no descubrimos a nadie el talento de este intérprete) de no ser por la irritante persistencia del director por evidenciar su virtuosismo estético en cada plano, firmando una obra cuyo farragoso barroquismo acaba por entorpecer la narración de una historia que no carece de interés.

Ya en la hipnótica Las consecuencias del amor, Sorretino se sirvió de su elaborado estilo para contar la intrigante historia de Girolamo, un taciturno individuo que vive solo en una habitación de hotel, a la espera de algo que nunca termina por revelarse. Allí, el director se afanaba en construir su discurso a partir de instantes vacíos, relegando las claves del esquivo relato para la mente del espectador. En This must be the place también encontramos estos vacíos: son los vacíos, geográficos y emocionales, de la carretera norteamericana. Hostales y bares de paso,  reconocidos “entre-lugares” de ese nuevo continente ignoto que tanto fascina a los cineastas europeos. Y el propio Sean Penn, con su dicción balbuceante y su mentalidad naïf, camufla convenientemente los conflictos de Cheyenne, construyendo un personaje que, extraviado en un espacio límbico (así como en sus propias inseguridades) primero interesa y, finalmente, fascina.

Pero la grandilocuencia estilística de Sorretino acaba por despistarnos. Lo mismo que ocurre con la inclusión del tema del Holocausto en la trama (Cheyenne emprende su viaje para buscar a un antiguo criminal nazi que torturó en los campos a su, recientemente fallecido, padre). Mucho se ha criticado el tratamiento que, de una materia tan delicada, ha llevado a cabo el director. Pero es sencillamente que a Sorretino, como al propio protagonista, la palabra le viene grande (ante la pregunta de “¿Conoces el Holocausto?”, Cheyenne responde “En líneas generales”). Porque tanto a la película como a su director lo que les interesa es plasmar ese camino, doloroso pero esperanzador, que Cheyenne debe recorrer hacia la madurez y la reconciliación con su pasado (tortuosamente marcado por el suicidio de dos fans, de cuyas muertes se responsabiliza). Un retrato sin pretensiones que Sean Penn es capaz de bordar con una simple mirada pero que Sorretino, con todos sus malabarismos, acaba diluyendo.

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