lunes, 30 de diciembre de 2013

MÁS ALLÁ DEL UMBRAL DEL SUEÑO

MÁS ALLÁ DEL UMBRAL DEL SUEÑO

Una vez más, Nathaniel reconoció la incrédula mirada del que siente como la luz del mundo se apaga para siempre. Si alguna vez las hubo, él ya no advertía variaciones en la inútil pelea en la que se enzarzaban los desdichados a los que arrancaba la vida: la mueca de desconcierto cuando el cuchillo atravesaba sus gargantas y los torpes ataques en los que se enredaban sus manos parecían repetirse una y otra vez. Para Nathaniel, la expresión de aquel desgraciado y todas las que había visto extinguirse hasta entonces no eran más que la vacilante sombra de aquella otra mirada, cristalina y radiante como un arroyo de agua clara bañado por la perezosa luz de una tarde de verano. Una mirada que ni siquiera había parpadeado al contemplar el cataclismo causado por la cópula entre dos soles de sexo opuesto, los únicos que han existido en este universo y cuyo desesperado acto de pasión arrasó galaxias y civilizaciones enteras. 

La víctima abrió la boca grotescamente y, a causa de la sangre que manaba de su garganta, emitió un extraño sonido burbujeante. Nathaniel ahogó el grito apretando el rostro del moribundo contra su abdomen e, inmediatamente, alzó la vista hacia el cielo estrellado en busca de un consuelo que jamás encontraría. Aquellos diamantes iridiscentes, ardiendo a millones de quilómetros de distancia del fango bajo sus pies, era lo único que aún entrañaba alguna belleza. Le recordaban lo que una vez fue y lo que podría haber sido. Le recordaban la promesa que un hombre le había hecho, hacía ya tanto tiempo: viajar más allá de los confines de lo imaginable, cabalgando sobre las estrellas como dioses orgullosos. Le recordaban a Foster Wingate y el mundo más allá del umbral del sueño.
...

Si quieres seguir leyendo, busca este relato en la revista online Dementia: http://www.revistadementia.com/numero1/mas_alla.html

lunes, 7 de octubre de 2013

Microrrelato: TRAS LA PUERTA


Abre la puerta.

Hazlo por Bobby, el hijo del hombre importante. El niño que siguió las baldosas amarillas y nunca volvió. A nadie le importa. El hombre con tirantes ya no habla de ello en las pantallas.
La gente olvida.

Pero tú no. Tú eres el héroe.

Encuéntralo, igual que al cachorro. Papá dijo que se había escapado, pero tú podías oírle. El pequeño Bobby, de piel manchada y hocico rosado. Le oías gemir debajo de la casa.

Recuerda el libro. Palabras cegadoras, como un millón de luces de neón estallando en la noche: “Cuidado cuando vayas a cazar dragones…”. Los dragones acechan en el jardín trasero, arrastrando sus vientres sobre jeringuillas usadas.

Sé fuerte, por Bobby. Él cavó durante horas, buscando un cachorro muerto. Y su padre reía… y reía.

Abre la puerta… Salva al niño…

Bobby ha muerto. El héroe ha muerto. Sólo queda el monstruo.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

SKYFALL, de Sam Mendes

PROMESAS QUE NO PUEDES CUMPLIR

Existe una cierta tendencia del blockbuster norteamericano contemporáneo (incluso podría hablarse de reconfortante concienciación) cuyo cénit parece haber sido alcanzado con la reciente culminación de la “incontestable” trilogía sobre el Caballero Oscuro a cargo de Christopher Nolan. Nos referimos a un nuevo paradigma en la concepción de films multimillonarios, más próximos a la mitomanía y al fenómeno cult que a la pirotecnia desaforada de tiempos pretéritos: ahora, el taquillazo de la temporada es siempre la nueva película evento,  una “transgresora” reformulación de cánones, cimentada en la personalísima visión de un cineasta de primer orden. Un nuevo-nuevo-nuevo (sí, ya van tres) Hollywood: el de los blockbusters de autor.

Por su carácter seriado e iconoclasta, las sagas cinematográficas de género han sido los títulos que con mayor facilidad se han visto abocados a esta nueva corriente. Siguen siendo productos destinados a reportar grandes beneficios, pero las estrategias comerciales han cambiado: ahora, la composición depurada del relato, la construcción de personajes y la cohesión mitológica se convierten en características deseables en un producto. Los principios básicos de la dramaturgia como nuevos valores de venta. Y así, bajo estas nuevas leyes de mercado, nace una película como Skyfall.

Desde el momento en que se escoge al oscarizado Sam Mendes como director de la vigésimo tercera película protagonizada por el agente más famoso del MI6, Skyfall aspira a ser algo así como la película definitiva sobre 007: desde la muerte y resurrección del protagonista, pasando por una pretendida Némesis o doppelgänger bondiano como villano, hasta los orígenes nunca narrados del mítico agente, la película de Mendes se posiciona como (nuevo) relato fundacional, al mismo tiempo que (con un acertado nuevo perfil del personaje interpretado por Craig y la inclusión de alguna ruptura radical en la ya anquilosada mitología trazada por Flemming) plantea lo que podría adivinarse como el principio del fin de 007. El Alpha y Omega de James Bond en una sola película y por el “módico” precio de una entrada de cine.

Sin embrago, en la superficie de este Bond renacentista, enseguida salen a relucir las primeras grietas. Porque, a lo largo del metraje y casi por imperativo contractual, 007 tiene que seducir a la femme fatale de turno, disparar su Walther PPK y pedir su celebérrimo cocktail en la primera barra sobre la que apoye el codo. Y Skyfall, como el resto de películas de Bond, se caracteriza por no traicionar sus códigos y ofrecer un divertimento más bien liviano ya que, no nos engañemos, algo diferente no sería James Bond. Por ello, desde la elección misma del título (el deleite al descubrir, casi al final de la película, el porqué de Skyfall es impagable), hasta el acertado (aunque insuficiente) enfoque triangular Bond-M-Silva insinúan un fascinante retrato psicoanalítico de 007, hasta el punto que la propia película escenifica sus pretensiones sometiendo a Bond a un test de asociación de ideas, con psiquiatra de aire freudiano incluido. Aún así, y pese a la delicadeza con la que Mendes trata la ambientación del filme (el fantasmagórico paraje donde transcurre el desenlace, marcado por el contraste entre el fuego y el páramo helado escocés), el análisis no prospera y, en última instancia, todo queda en un perfil un tanto accidental y puramente anecdótico (como esa intervención del entrañable cascarrabias encarnado por Albert Finney). Una sofisticada pieza de cámara que no hace más que tocar las mismas notas de siempre.

Cabe decir que Skyfall no es, ni mucho menos, una mala película: tan sólo resulta un tanto irritante como eterna promesa que nunca se acaba de cumplir. Aunque, probablemente, su único error no sea otro que prometer algo que, por más que quisiera, no podía ofrecer. Porque Skyfall despliega todo el arsenal que una cinta de James Bond necesita y, seguramente, lo hace mejor que nunca. Y tal vez, a una película de 007, no deberíamos pedirle nada más.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

DOBLE INCIDENTE EN EL BUS



DOBLE INCIDENTE EN EL BUS.
Una aventura "pulp" de Philip y Cairo

Eran las 7:30 de la mañana de un lunes especialmente frío y cruel. Una de esas mañanas en las que la luz parece resbalarse sobre las caras de la gente, dándoles un aspecto siniestro, como de muertos vivientes. Y aguantar aquello con el estómago vacío no ayudaba. Mi madre había olvidado comprar Choco krispies (o eso quería hacerme creer) y esa mañana me había sorprendido con un bol de leche repleto de cereales ricos en fibra, esos que “aportan la cantidad diaria de hierro necesaria y te ayudan a evacuar con regularidad”. Tal vez en el mundo en el que viven las madres, ir al baño cada dos horas sea algo aceptable. Pero un chico de mi edad no puede permitirse bajar la guardia. Debe estar ahí fuera, en las calles. Rodearse de la gente adecuada y enterarse del último chismorreo que pulula en el patio. Los adultos no tienen ni idea de lo duro que es ser un niño de 12 años.
Cairo estaba justo a mi lado, agazapado dentro de su enorme anorak rojo y sorbiendo con pajita un brick de zumo que llevaba media hora vacío. El desesperado lamento del envase, que rogaba ser dejado de lado para poder descansar en paz, comenzaba a exasperarme. Así se lo hice notar a Cairo.
-Perdona Philip… es que estoy un poco nervioso…
Antes de continuar creo que debería aclarar que mi amigo no se llama realmente Cairo. En clase, cuando pasan lista, él responde al nombre de Gonzalo Vellido. Yo empecé a llamarle Cairo porque en una ocasión, viendo una antigua película de detectives con mi padre, había un personaje con ese nombre que era igualito que mi amigo Gonzalo: bajito, ojos saltones, ojeras, labios gordos, rostro achatado… algo así como un sapo, pero bípedo y con raya al lado. Se lo conté a mi padre y él me dijo que era un actor muy famoso que se llamaba Peter Lorre. Era un nombre que sonaba bien, pero era demasiado largo. Así que me quedé con Cairo, que también sonaba bien y tenía un punto exótico. Y mi madre tampoco me llama Philip. Ella y el resto de mi familia se refieren a mí como Felipe. Pero Philip es Felipe en inglés, con lo que son el mismo nombre y el primero suena mucho mejor.
-Por los nervios no he podido pegar ojo en toda la noche. Menos mal que tenía una linterna y el nuevo Amazing Spiderman. ¿Lo has leído?...
Yo ya había pasado esa época en la que la emoción de una excursión con el colegio me impedía dormir la noche anterior, pero aún así, y por una razón muy distinta, yo tampoco había conseguido conciliar el sueño con tranquilidad.
Fue entonces cuando me percaté de que algo andaba mal.
-Espera un segundo…
Cairo asomó su nariz entre los pliegues de su desmesurado anorak.
-¿Qué pasa?
-Escucha.
Los dos permanecimos en silencio. En aquel momento pensé que nuestra imagen transmitiría cierta solemnidad, como si fuésemos un reflejo del perspicaz Sherlock Holmes y su fiel compañero Watson. Pero lo más probable es que el anorak de Cairo restase efectismo y nos convirtiese en una estampa meramente cómica.
-No oigo nada…- dijo Cairo.
-Exacto. Son las 7:30. Lo normal sería que no pudiese ni escucharte debido al griterío de los niños entrando en clase.
La calle estaba completamente vacía. Sólo se oía el leve murmullo de algunos de nuestros compañeros que intercambiaban cromos con actitud clandestina. Aquello no me gustaba. Era como si algo hubiese ahuyentado a los niños. Como si algo les hubiese… asustado.
Fue entonces cuando le vi. Una silueta oscura que emergía de las brumas del horizonte, como una cita fatal con el destino que se hubiese aburrido de esperarnos y viniese a nuestro encuentro. Se llamaba Eduardo Aldecoa, pero todos le conocían como “El coleccionista de orejas”.
Mientras pasaba por delante de nosotros pude notar como el zumo que se acababa de tomar Cairo formaba una bola compacta en el estomago de mi amigo. Pero el coleccionista ya había avistado su víctima.
-¿Qué tenemos aquí? ¡Un chico nuevo!
El nuevo alzó la cabeza de su recién adquirido cromo de Bakero y no se percató de que los chavales a su alrededor se esfumaban al instante. Eduardo iba a añadir otra oreja a su colección.
-Oye nuevo, ¿sabes como suena un idiota debajo del agua?
¡No respondas! ¡Huye! ¡Cambia de colegio ahora que aún estás a tiempo! ¡Cambia de país! ¡De continente! Pero, por lo que más quieras, no respondas…
-No…
El coleccionista se llevó el dedo índice a la boca y lo chupó con esmero. Luego todo pasó muy rápido, pero lo he visto demasiadas veces como para no sabérmelo de memoria: El dedo del coleccionista se hunde en el oído del chico, retorciéndose como una babosa que luchara por alojarse en su cerebro. Al cabo de unos tortuosos segundos, la víctima nota como ese apéndice asqueroso abandona su cavidad auditiva y respira aliviada, creyendo que todo ha acabado. Pero el coleccionista agarra su cabeza y coloca el oído recién martirizado justo enfrente de su boca. Hincha sus pulmones al máximo y grita:
-¡IDIOTAAAAAAAAA!
Era un ritual cruel y primitivo, más viejo que el mismo colegio. Todos habíamos pasado por él y por ello sabía a la perfección como se sentía el nuevo. Lo peor no era tener el oído lleno de saliva ajena, ni el constante pitido que ya no le abandonaría durante todo el día. Ni siquiera era la vergüenza de vivir tamaña humillación tu primer día de clase. Lo peor era esa asfixiante sensación de que tu vida ya no te pertenecía. De que en cualquier momento y en cualquier lugar, el horror podía cernirse sobre ti y no existía posibilidad de refugiarse en las faldas de tu madre.
Pero todas esas cavilaciones pronto abandonaron mi cabeza cuando me fijé en ella. Su cabeza se ladeó suavemente, meciendo una larga melena rubia que brillaba como si desprendiese una lluvia de confeti. Tenía los dientes frontales ligeramente separados, se pasaba todo el recreo intercambiando cartas perfumadas con sus amigas y decía que un día iría a Hollywood para casarse con Leonardo DiCaprio. Se llamaba Elena y yo estaba suficientemente enamorado de ella como para que nada de lo anterior me importara.
Adelanté una pierna dispuesto a acercarme a ella, pero algo me impidió moverme del sitio. La mano de Cairo me agarraba el brazo con fuerza. El coleccionista estaba frente a nosotros.
-¿Qué estás mirando cara de rana?
¡Cairo había mirado directamente al coleccionista! No había posibilidad de escapar de aquello. Una cosa era que Eduardo te encontrara en el pasillo y se entretuviera un rato machacándote. Al final se aburriría y te abandonaría igual que se escupe un chicle que ha perdido el sabor. Irías a la enfermería y agradecerías seguir con vida. Pero, en el lenguaje del coleccionista, mirar directamente a los ojos significaba agresión.
Desvié la mirada hacia Elena y vi como subía al autobús. Aquella era mi oportunidad. Podía subirme, sentarme a su lado y aprovechar el trayecto para hablar con ella. Era una oportunidad de oro… pero a veces, un niño tiene que hacer lo que tiene que hacer.
-Oye Eduardo… ¿por qué no te metes con alguien de tu tamaño?
Enseguida me arrepentí de haber dicho esas palabras. ¡Genial Philip! Estás a punto de morir y sólo se te ocurre esa frase de serial barato como últimas palabras. Será un epitafio de lo más elocuente.
            El coleccionista me atravesaba con su mirada alimentada por el odio y yo podía sentir como apretaba el puño con fuerza. Puse mi mente en blanco e intenté encarar mi destino con dignidad. Un destino en forma de tren de alta velocidad con única parada en mi cara.
            -Aldecoa, Bellido y Martínez. No se demoren más señores. No todos los días tiene uno la oportunidad de visitar el museo de Historia Antigua…
            El quebradizo hilo de voz de “El momia”, nuestro profe de Historia, fue como música celestial para mis oídos. El coleccionista me lanzó una última mirada letal y se dirigió hacia la puerta del bus. Mi ejecución había sido pospuesta, pero no me permití el lujo de alegrarme, sabía que mi ajusticiamiento era algo inevitable. Con estos pensamientos en la cabeza, subí la pequeña escalinata que daba entrada al autobús.

            “Sergio se ha hecho pis en el saco de dormir”… “¿Quién, yo?”…“¡Sí, tú!”…“Yo no fui.”…“¿Entonces quién?”…“¡El blando!”
            Siempre había alguien que nombraba a “El blando”. Un chico flaco y debilucho que no jugaba al fútbol, era alérgico a casi todos los alimentos que existían y, sobre todo, no llevaba bien los viajes en autobús. El blando nunca participaba en el juego porque no podía interrumpir su ciclo respiratorio. Si llegase a decir una palabra, lo más seguro es que vomitase el vaso de leche de soja que había tomado para desayunar. Suceso que, por otra parte, acontecería igualmente más o menos a mitad de la travesía.
            -¿Un caramelo “PEZ”?
Cairo me acercó el envase de caramelos y, con un grácil movimiento de pulgar, levantó la cabeza de Spiderman que servía de tapa.
            -No, gracias. Lo he dejado.
            Cairo sacó un par de caramelos y se los metió en la boca. Yo miré hacia otro lado, pero lo que vieron mis ojos no me alivió en absoluto. El coleccionista y Elena se habían sentado juntos y, lo que era aún peor, ella parecía divertirse. Empezaba a pensar que aquella hubiese sido la mañana perfecta para fingir un resfriado, quedarme en casa y pasarme aquella pantalla del Zelda que se me estaba resistiendo.
            -“María se ha hecho pis en el saco de dormir….”
            En ese momento noté la mano regordeta de Cairo que se posaba con gentileza sobre mi hombro.
            -No te tortures más Philip. ¡Fíjate en Spiderman! El pobre Peter Parker perdió a manos del malvado Duende Verde a su querida Gwen Stacy (que por cierto, también era rubia) y pensó que nunca podría superarlo. Pero entonces conoció a Mary Jane Watson. Una chica guapa, inteligente, pelirroja y con la cara llena de graciosas pecas…
            Cairo se aturulló un momento, como si establecer la relación entre la situación amorosa de Spiderman y la mía fuese la parte más complicada de su exposición.
            -Lo que quiero decir… es… bueno… que tal vez tengas que esperar a tu propia Mary Jane Watson…
            Me sorprendí a mí mismo considerando la vida amorosa de un personaje de cómic que vestía leotardos y, sencillamente, me rendí.
            -Tal vez tengas razón Cairo…
            -“Philip se ha hecho pis en el saco de dormir…”
            Entonces, una clarividencia que sólo puede ser calificada de locura asaltó mi mente. Tal vez Cairo no tuviese razón a fin de cuentas.
            -“¿Quién yo?”
            -“¡Sí, tú!
            Cairo pareció adivinar mis intenciones. Es un buen amigo, eso no se lo puedo negar. Y como buen amigo que es, intentó detenerme.
            -No lo hagas…
            Pero ya estaba decidido.
            -“Yo no fui.”
            -“¿Entonces quién?”
            Quería a Elena. ¿Por qué iba a rendirme sin luchar por ella?
            -“¡Eduardo!”
            El tiempo se congeló. El autobús entero enmudeció al instante. Sólo se oía la respiración del blando. Una respiración grave y profunda que parecía el estertor mortecino de un mundo agonizante. El coleccionista se levantó en silencio y avanzó por el pasillo. Yo lo veía todo a cámara lenta. Probablemente mi cerebro había agudizado mis sentidos al sentirse amenazado. O tal vez me estaba mareando por estar en ayunas. El coleccionista me señalaba con el dedo mientras gritaba algo que no podía entender. No importaba, había llegado el momento de vencer o morir. Recé para que mis piernas me respondieran y cuando iba a levantarme…
            -¡AAAAAAAHHHHHH! ¡GONZALO SE HA HECHO PIS!
            Mi mente tardó un poco en reaccionar pero al final conseguí girarme hacia Cairo. Su asiento estaba empapado. Tenía una expresión de angustia indefinida, pero aún así pude ver claramente como me sonreía.
            -Cairo… ¿qué has hecho?
            -No… no debí tomarme ese zumo… antes de subir al autobús…
            Yo le miré extrañado. Lo normal sería que estuviese llorando y demasiado avergonzado como para ni siquiera mirarme. Pero Cairo seguía sonriendo.
            -Ve con ella… tigre…
            Entonces lo comprendí todo. Recuerdo haber dicho que Cairo era un buen amigo. Me equivocaba: Cairo es el mejor amigo que uno puede tener y es el único héroe de esta historia. Le di las gracias, pero creo que ni siquiera pudo escucharlo. La gente empezó a agolparse a su alrededor para ver de cerca al chico que se había meado encima. Y Cairo seguía sonriendo.
            Me levanté y avancé por el pasillo. El coleccionista pasó por mi lado sin ni siquiera dedicarme una mirada. La distracción de Cairo era demasiado jugosa para él. Llegué hasta el asiento vacío al lado de Elena y me senté. Ella me miraba como si fuese un juguete nuevo, recién sacado del paquete.
            -Ése es el asiento de Eduardo.
            -Bueno, ahora mismo no está ocupado.
            -Pero yo sí. Estoy saliendo con él.
            -Parece que ahora está más interesado en otras cosas.
            En ese momento se oyó la elocuente voz de Eduardo.
            -¡Joder, cara de rana! ¡Te has meado!
            Elena apartó la vista del tumulto y me estudió de nuevo con la mirada.
            -¿Por qué te llaman Philip?
            -Es Felipe en inglés. Y Philip suena mucho mejor, ¿no crees?
            -Eres gracioso. Me gustan los chicos graciosos.
            -Y eso que acabas de conocerme.
            Ella se estaba riendo, lo cual significaba que todo iba bien. Sin embargo sentía la desagradable sensación de que estaba pasando algo por alto. Entonces, justo al lado de mi oído, escuché la respiración entrecortada del blando.
            -¡Estamos a mitad del trayecto!
            Detrás de nosotros, el pálido rostro del blando se había vuelto amarillo. Me giré y vi que Elena me miraba con sus preciosos ojos azules, exageradamente abiertos: bonita imagen. La retuve en mi mente al mismo tiempo que me abalanzaba sobre ella.

            El autobús había parado en el arcén de una carretera comarcal, rodeado de un paraje de helechos mortecinos que se asfixiaban bajo un mar de niebla. El lugar ideal para que un niño de 12 años, cubierto de leche de soja regurgitada, contemplase como el mundo se caía a pedazos. El coleccionista le estaba lanzando piedras a una vieja cabaña abandonada mientras, a pocos metros, Elena lo celebraba con deleite.
            -Lo superará Martínez. Hágame caso. Los niños de su edad siempre lo hacen.
            Por si fuera poco, el momia estaba a mi lado, siendo testigo de mi debacle.
            -Con todo el respeto señor Barberá, no tiene ni idea de lo que es ser un chico de mi edad.
            El momia se adelantó unos pasos y lanzó una mirada llena de solemnidad al horizonte, semblante que adquiría siempre que iba a hablar del Egipto faraónico u otras épocas aún más remotas.
            -Olvida usted que yo también he tenido su edad…- Lo dicho, épocas remotísimas.- Y, aunque no lo crea, también suspiré por el amor no correspondido de una joven dama…
            El momia se achicó un poco. No creo que pudiese mantenerse erguido durante mucho tiempo, a no ser que estuviese hablando de pirámides.
            -El tiempo es un amante caprichoso: me ha brindado la posibilidad de conocer los secretos de civilizaciones extintas hace miles de años… pero no me ha permitido albergar un simple recuerdo: el dulce rostro de una niña…
            Aquella muestra de evidente humanidad por parte de un profesor me pilló por sorpresa. Uno siempre imagina que tras la identidad de un profesor puede esconderse cualquier cosa: un explorador de una raza alienígena que planea conquistar nuestro planeta o un ser cibernético programado por el gobierno para identificar y destruir cualquier síntoma de individualidad que presenten los chavales. Lo que no te esperas es que sean seres humanos.
            -¿Qué fue de ella?- pregunté sin pretenderlo.
            -No lo sé. Nunca volví a verla.- El momia se giró y me miró, sonriendo- Pero lo superé, lo mismo que le ocurrirá a usted.
            Entonces bajó la mirada y avanzó indeciso hacia el autobús. Pero, después de unos pasos, frenó en seco y se giró hacia mí una última vez.
            -¿Sabe una cosa Martínez? A veces tengo la sensación de que los niños y los adultos no somos tan diferentes al fin y al cabo.
            Dicho esto, dio media vuelta y siguió su trayecto hacia el autobús, convencido de que me había dejado una valiosa lección sobre la que reflexionar. Y era cierto, tenía mucho sobre lo que pensar. Mi profesor de historia había sido un niño de 12 años. Un pobre chaval al que una niña había rechazado y, años después, se había convertido en el momia. Tal vez era casualidad o tal vez no. Si se daba el segundo caso, entonces le podía pasar a cualquiera. Me podía pasar incluso a mí.
Eso era lo más duro de ser un niño: tarde o temprano acababas por convertirte en un adulto.
            El coleccionista alcanzó una de las ventanas de la cabaña con una piedra y, mientras el cristal y mi corazón se hacían añicos, Elena aplaudía emocionada.
            ¡Dios, como necesitaba un caramelo PEZ en esos momentos!

jueves, 1 de noviembre de 2012

THE MAN COMES AROUND

No se consideraba un tipo impresionable. Poseía el elegante estoicismo de los que han visto cerrarse tantos ojos que nunca volverían a ver el sol y el diablo siempre les paga el último trago antes de que se esconda la noche. Lo había visto casi todo, pero ahora las estrellas caían del cielo y la muerte cabalgaba sobre las nubes.

El Hombre le señaló con aquella mano que desataba tormentas y con la voz del fuego le dijo: "Arrepiéntete o no lo hagas, porque tú no verás el día del juicio".

Se acordó de su profesora de segundo, pellizcándole en el brazo mientras le llamaba "mentecato" y le prometía que nunca llegaría a nada. Rió y brindó con una copa que no tenía, porque jamás hubiese imaginado llegar tan lejos.

martes, 23 de octubre de 2012

"PAPÁ VIENE ESTA NOCHE". Primer premio en el VI Concurso de Relato corto del Ayuntamiento de Castellón

PAPÁ VIENE ESTA NOCHE
-N. y Esther:
El hermano menor, al que algunos llamaban el hermano normal y nosotros llamaremos simplemente N., yacía de espaldas sobre la cama mientras sus dedos se distraían acariciando el escaso vello que poblaba su pecho. Ésta era, con diferencia, la parte que más disfrutaba del sexo: las sábanas empapadas contra su cuerpo desnudo, las ligeras punzadas en el bajo del abdomen, la satisfacción que iba ganándole el pulso a la euforia… en resumen, el goce ante la demostración de lo que era capaz de hacer, muy por encima del simple hecho de hacerlo.
            -¿Sabes? Siempre le he temido a la oscuridad.
            Esther ni siquiera movió un músculo. Sentada en el borde de la cama, fumaba mecánicamente un cigarrillo que no le tranquilizaba como ella esperaba que lo hiciese.
            -Tú no le temes a la oscuridad.
            Ella le pegó otra calada al cigarro y desvió su mirada hacia el suelo, preguntándose dónde habría ido a parar su ropa interior.
            -Sí,- contestó él- siempre le he tenido miedo, desde pequeño. Lo superé hace poco... Hará cosa de un año, la época en que te conocí.
            Esther exhaló con fuerza, esbozando con sus labios una diminuta vía de escape para el humo del tabaco.
            -Ya, claro…- respondió.
            Se levantó para, inmediatamente, arrodillarse en el suelo, asomándose bajo la cama con la esperanza de localizar alguna de sus prendas.
            -Podía ser cualquiera- continuó N.- El monstruo del armario, escondido entre las chaquetas; la mujer de los espejos, que te raja el cuello si la miras a los ojos; o la garra que acecha bajo la cama, esperando agarrarte el tobillo cuando te levantas en mitad de la noche…
            N. vio como Esther emergía del suelo. Todavía desnuda de cintura para abajo, se puso el sostén que acababa de encontrar. Él siguió las líneas de su cuerpo con la mirada.
            -Yo no sabía cual era, pero estaba seguro que al menos uno de ellos vivía en la oscuridad de mi habitación... Esperando a que llegase la noche y mis padres se acostaran… Esperando para venir a por mí…
            Esther ya había encontrado sus bragas y se estaba abrochando la camisa.
            -Bueno, supongo que ése es un temor bastante común entre críos.
            -Sí…- respondió él- Pero el dolor era real…
            Esther levantó la vista y buscó la mirada de N. Ésta parecía clavada en algún punto de la pared, tan congelada, tan quieta, que Esther tuvo la absurda idea de que, si se colocaba ante ella, atravesaría su cuerpo como si no fuese más que humo.
            -Por eso siempre me aterró la oscuridad. Hasta que hace un año, cuando aún vivía con mi hermano, en casa de mis padres…
            Se giró y miró fijamente a Esther, la cual, todavía imbuida por su absurda ocurrencia, se asustó al pensar que la mirada de N. realmente le atravesaría.
            -… Ocurrió algo inesperado.

-N. y D.:
            El hermano mayor, al que algunos llamaban el hermano loco y nosotros simplemente llamaremos D., estaba reorganizando su colección de cromos sobre la mesa de la cocina. Era una de esas colecciones antiguas de cromos de papel, de los que ni siquiera llevaban adhesivo en el reverso y tenías que aplicarles tú mismo la cola. Se dividían en distintas categorías: animales terrestres, aves, fauna acuática, flora, insectos y culturas del mundo. Pero D. adoraba reordenar su colección. Muchas veces la organizaba de acuerdo a patrones más o menos evidentes (en una ocasión mezcló todas las categorías para hacer una nueva clasificación según la zona geográfica que compartían las distintas especies y razas) pero, en ocasiones, se regía por criterios mucho más difíciles de identificar (una vez, N. vio que D. había colocado todos los cromos en una hilera larguísima y no alcanzaba a adivinar qué criterio seguía esta nueva organización. Emocionado por el interés de su hermano, D. le explicó que, llegado el momento, ése era el orden en el que todos los seres vivos de la tierra irían extinguiéndose hasta que, finalmente, la tierra dejase de existir).
            - …¿Tal vez según su esperanza de vida?- aventuró N.-…¿En orden ascendente?
            D. siguió colocando los cromos a una velocidad pasmosa, deteniéndose de vez en cuando con uno de ellos en la mano y observando todos los montoncitos, como si estuviese jugando un solitario.
            -Buen intento, pero entonces casi todos los insectos estarían a la cabeza y el último sería el Pinus aristata de 4.800 años.
            N. resopló exageradamente y se recostó en la silla, dando a entender que se rendía. Su hermano siguió con su frenética actividad.
            -He conocido a una chica…-dijo N.
            -Eso explicaría tu falta de concentración.-  respondió D.
            -Se llama Esther…
            N. se esforzó en recordar su cara al detalle, pero sólo consiguió vislumbrar algunos rasgos con gran vaguedad (una sonrisa, el bucle de un mechón de pelo, ojos despiertos…). “La he visto muy pocas veces” se dijo, “la próxima vez me fijaré bien para poder recordarla al detalle”.
            -…Creo que le gusto…
            -Ten cuidado…
            N. se giró hacia su hermano, escrutando su rostro.
            -¿Por qué debería ir con cuidado?
            -Ya sabes: “A una chica regálale tu mejor sonrisa, pero las lágrimas guárdatelas, ya que nunca sabes lo que podrá hacer con ellas”.
            -Eso nos lo decía mamá.
            D. asintió y vaciló un instante a la hora de colocar un cromo en un montoncito u otro adyacente. Luego dijo despreocupadamente:
            -Por cierto, hoy la he visto.
            -¿A quién? ¿A Esther?
            -No, a mamá.
N. miró extrañado a su hermano.
            -…¿Cómo que has visto a mamá?
            -Esta tarde, aquí en la cocina. Supongo que tenía ganas de hablar.
            N. se rascó la incipiente barba, nervioso. Se removió en la silla como si su asiento estuviese ardiendo y se encaró a su hermano.
            -¿Has hablado con ella?
            En un principio D. no respondió, manoseando los cromos con aire dubitativo. Finalmente, soltó el fajo que sostenía y miró a N.
            -Sí…
D. podía sentir la mirada de su hermano: una mirada triste y afilada, como un hueso roto cuyas astillas se clavasen en las entrañas de su hermano. Pero D. nunca expresaba esas cosas. Simplemente no se le daba bien hacerlo.
-Y… ¿qué te ha dicho?
D. vaciló un instante antes de responder.
-Nada… Bueno, muchas cosas… Ya sabes como es mamá…
D. Había querido sonar convincente, pero fingir tampoco se le daba bien.
N. permanecía con la mirada clavada en una mancha de suciedad en el suelo.
-Me ha dicho que deberíamos ser más limpios.- dijo D.- Cuando he entrado estaba fregando los platos.

-D. y mamá:
-Os he enseñado muchas cosas, pero lo que no os he enseñado es a ser unos guarros…
            D. tenía la cabeza gacha, sintiéndose avergonzado como sólo su madre era capaz de hacerle sentir. Pero ahora no podía evitar mirarla de reojo, como si la espiase furtivamente. La mujer que lavaba los platos frente a él era su madre, sin duda. Vestía aquél trajecito azul que él y su hermano le habían regalado para su cumpleaños, el verano de un año que no conseguía recordar. Pero D. se dio cuenta que su cara le recordaba mucho a alguien que, por extraño que pareciese, no era su propia madre. Al cabo de un rato cayó en la cuenta: le recordaba a la Mujer Maravilla, tal cual estaba dibujada en una viñeta, a página completa, de un cómic que le encantaba cuando era pequeño. D. se preguntó si su madre alguna vez había sido tan guapa como la veía ahora mismo. Lo cual no dejaba de ser curioso, teniendo en cuenta que ella estaba muerta.
            -Pensaba fregar los platos de aquí un rato…-balbuceó D.
            -Claro, una vez la salsa estuviese bien reseca.
            D. decidió callarse. Sabía que en estos casos siempre era la decisión más inteligente. Se sentó en una de las sillas de la cocina mientras su madre seguía fregando.
            -Mamá, ¿has venido únicamente para fregar los platos?
            -Por supuesto que no.- aseveró la madre- Si esa fuese la razón habría venido mucho antes… y mucho más a menudo.
            -Entonces… ¿a qué has venido?
            El agua corría sobre las manos de la madre, blancas y suaves como si fuesen de porcelana. Con los dedos aún goteando, alzó la mano y apartó un mechón de pelo que caía sobre su frente, recogiéndolo con un delicado gesto detrás de la oreja.
            -A lo que vengo siempre hijo: a cuidaros…A advertiros.
            D. apartó la vista, intimidado.
            -… ¿A advertirnos?
            -Quiero que cuides de tu hermano-le interrumpió su madre.-lo que viene va a ser muy duro para él…
            D. miró a su madre y, por primera vez, le vio los ojos. Únicamente se podía adivinar que era una mirada triste, igual que adivinarías que el rostro de una estatua había sido esculpido con intención de reflejar ese sentimiento.
            -…¿Y qué es lo que va venir mamá?
            La madre esbozó una sonrisa y a D. le asustó el esfuerzo que su madre parecía necesitar para hacerlo.
            -Es papá, cariño… Papá viene esta noche.
            D. no contestó. Lo único que hizo fue sacar su colección de cromos y repartirlos por la mesa. La madre se giró, dedicándose de nuevo a la pila de platos sucios. A D. se le ocurrió preguntarle a su madre cómo era morirse: ¿Dolía? ¿Era verdad lo de la luz al final del túnel? ¿Debía hacerse ilusiones con el más allá? Ese tipo de cosas. Pero luego pensó que no podía tener la seguridad de que su madre fuese a decir la verdad. ¿Acaso una madre no preferiría mentir a su hijo, antes que desvelarle una verdad horrible?

-D., N. y papá:
            -No quiero que te asustes- dijo D.-, pero papá está en el dormitorio.
N. observaba el rostro de su hermano, rígido e inexpresivo mientras le decía que su padre, muerto hacía años, se encontraba en el dormitorio al final del pasillo.
            -…¿Y por qué…?- N. se percató de que le temblaba la voz- …¿Y por qué no viene aquí?
            -Hay algo que debo explicarte N., por tu bien…
            Su hermano se acomodó en la silla y meditó un instante.
            -Los muertos… no tienen forma propia en el plano físico- comenzó D.-  No van por ahí con las ropas hechas jirones, ni arrastrando pesadas cadenas…
            D. calló un momento. Recordó la página cuarteada de un viejo cómic de la Mujer Maravilla y se culpó por haber sido tan descuidado como para haberlo perdido. Luego prosiguió.
            -Somos los vivos los que proyectamos una imagen sobre ellos que podamos percibir. Son nuestros recuerdos, sueños y… miedos… los que les dan formas.
            D. observó a su hermano: la completa inmutabilidad de su rostro era un claro indicio de que no había dado la explicación por terminada. Así que D. puntualizó.
            -Papá no quiere venir… porque teme lo que puedas ver…
            N. seguía confuso: su padre había muerto cuando él era bastante pequeño con lo que, realmente, no albergaba prácticamente ningún recuerdo sobre cómo había sido vivir con él. A decir verdad, era como si su padre hubiese sido borrado de su memoria.
            -Yo…- musitó N.- Creo que no sabría qué decirle…
            -No importa- dijo D.- Es él el que quiere hablar contigo.
            N. miró a su hermano y luego agachó la cabeza. Las piernas le temblaban violentamente, aunque no entendía por qué.
            -Dice que sabe lo de los monstruos…
            N. se quedó sin habla. Por un momento sintió que se ahogaba, que le faltaba aire para respirar. D. siguió hablando.
            -Quiere que le perdones por no… por no haberte protegido.
            ¿Podría su padre haberle protegido?
            -Creo…- concluyó D.- Creo que sólo quiere que le des otra oportunidad…
            Si podía, ¿por qué no lo había hecho? ¿Por qué no le protegió?
            - D.- dijo N.- ¿Cómo era papá?
            La pregunta le pilló por sorpresa. Sonrió y miró hacia la mesa de la cocina.
            -¿Sabes? Es la primera vez que organizo los cromos en ese orden.
            Ambos se tomaron un instante para observar aquel extravagante mosaico: una miríada de rostros inertes con expresión estúpida, como la mirada negra y áspera de un animal disecado.
            -Ese es el orden en que papá me los compró.- dijo D.- Desde el primero hasta el último.

-N. y papá:
            En pie, frente a la puerta cerrada del dormitorio, N. se preguntaba qué era exactamente lo que había cambiado en comparación con las otras miles de veces que había estado ante esa misma puerta. Se respondió que, aparentemente, nada. Pero, aun desde el exterior, podía sentir la presencia de aquello que había ocupado el dormitorio donde habían dormido sus padres. Era como si la habitación entera estuviese respirando: la respiración profunda y aletargada de un ser informe y pesado. N. agarró el pomo de la puerta y pudo sentir que el metal vibraba ligeramente, como si emitiese un lento grito de agonía. Giró el pomo y abrió la puerta. Dentro no se veía nada, solo la más pura oscuridad. N. entró en la habitación y sintió cómo su cuerpo, literalmente, se sumergía en una oscuridad fluida y viscosa como si se adentrase en aguas pantanosas. N. se fusionó con la oscuridad. Fue entonces cuando sintió aquel dolor de antaño que, hasta aquel día, había permanecido enclaustrado en algún sótano de su memoria. El dolor de los monstruos: las garras desollándole, el amargo aliento de azufre bañándole la espalda… y el fuego que se introducía en su cuerpo y le quemaba las entrañas. Sentía que se desvanecía. “Creo que voy a desmayarme” se decía “O quizás es esto lo que se siente cuando te estás muriendo”. Pero entonces oyó las palabras, susurradas en su oído como una dulce nana: “No tengas miedo. Soy yo: papá”.

-N. y los monstruos:
            Aunque aún era verano, N. se tapaba con la sábana a la altura de la nariz. El calor era insoportable y su cuerpo sudaba como el de un pollo dentro de un horno. Tenía 10 años y podía escuchar claramente cómo los monstruos se revolvían en la oscuridad de la habitación. Deseaba gritar para que sus padres viniesen, encendiesen la luz y todo volviese a la normalidad. Pero tenía la garganta cerrada, como si una mano le estuviese estrangulando para impedirle pedir ayuda. Entonces notó que algo se subía a la cama. N. se tapó por completo, queriéndose proteger de lo que pudiese haber al otro lado de la sábana. No existe terror más puro que el que la oscuridad despierta en los niños. Algo dentro del pequeño N. se quebró y de su garganta surgió un leve y desesperado lamento que, lo que se movía al otro lado de la sábana, pudo advertir.
-No tengas miedo. Soy yo: papá.
A la voz del padre le siguieron las palabras húmedas, el aliento a cerveza, las garras estrujando carne y, finalmente, aquel ardor: el fuego que se introducía en su cuerpo y le quemaba las entrañas.
-N. y Esther:
            -Él lo sentía- dijo N.- Sabía que me habían hecho daño y sentía no haberme protegido.
            Esther, ya vestida, estaba sentada en el extremo de la cama. Se esforzaba en no escuchar lo que N. le decía y, por supuesto, lamentaba haber llegado a esa situación.
            -Me dijo que nunca más me abandonaría- masculló N., sintiendo que no era él quien hablaba, sino una voz que susurraba desde la parte posterior de su cabeza.
            -Lo nuestro se ha acabado- dijo Esther- Vernos esta noche ha sido un error.
            -…Dijo que me protegería… que nadie, nunca más, me haría daño…- La voz en su cabeza retumbaba como un taladro que estuviese atravesándola.
            Esther se dio la vuelta y observó a N.: desnudo, tumbado en la cama, con la mirada hueca y clavada en el techo. Era como si el hombre que una vez había amado hubiese mudado de piel y hubiese dejado atrás aquel cascarón vacío e inútil. Esther sintió lástima y este sentimiento le hizo bajar la guardia. Se inclinó para besar a N. en la mejilla, únicamente como señal de despedida. Pero él se giró y la miró fijamente a los ojos con unas pupilas que parecían puñales.
            -¿Te gustaría conocer a mi padre?
            A Esther le sorprendió la pregunta. Se aturrulló un momento y no supo qué contestar.
            -Él quiere conocerte- continuó él- pero espera, mi padre no soporta la luz.
            Antes de que Esther pudiese decir nada, N. apagó la luz del cuarto: “No llores” pensaba, “que lo último que haga esta zorra no sea verte llorar”.

           

sábado, 29 de septiembre de 2012

MÁTALOS SUAVEMENTE, de Andrew Dominik

LA OTRA AMÉRICA


Si las películas son textos que, como si se tratasen de síntomas, son consecuencia de la “salubridad” de una sociedad y nos ayudan a comprenderla, el film noir norteamericano fue una respuesta cultural a un malestar social. Paralelamente al desarrollo de la Segunda Guerra Mundial en el Viejo Continente, que no dejaba de ser una abstracción (no desprovista de amenaza) para el ciudadano medio, la cultura del bienestar norteamericana también se veía amenazada por elementos endémicos: la violencia suburbial y la emergencia de una “sociedad criminal”, ajena a estatutos morales establecidos. Un colectivo diferente, impredecible y (consecuencia de las anteriores) temible. Estaban asistiendo a la emergencia de “La otra América”.

Mátalos suavemente se desarrolla en plena contienda electoral entre el presidente George W. Bush y el candidato demócrata Barack Obama. Constantemente, a través de radios, televisores o pancartas electorales, los discursos de ambos representantes se infiltran en el relato, sirviendo de mantra sonoro a una historia definida por los no-places norteamericanos: vertederos, barrios deprimidos, cantinas polvorientas, etc. Es la periferia de cualquier ciudad americana. Aquí, la Polis, la capital generadora y beneficiaria de programas y medidas políticas sólo existe como quimera, como ilusión holográfica tan vacua e inconsistente como el discurso que enarbola. En Mátalos suavemente, ésa es “La otra América”.

Ya ha sido trazado, y no gratuitamente, un nexo de unión entre Mátalos suavemente y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, la anterior película del neozelandés Andrew Dominik. Para empezar, ambos son reformulaciones posmodernas de géneros tan eminentemente norteamericanos como el film noir y el western, tradiciones fílmicas que han ilustrado (sintomáticamente) la historia de su país como una arquitectura sustentada en su fascinación por la violencia. Fueron hombres como Jesse James los que construyeron EE.UU, un territorio convulso e ignoto. Dominik, como extranjero y espectador, es consciente y retrata a James como un alma desgarrada, oscilante entre un homicida paranoico y un visionario atormentado.  Último outsider que, tras ser asesinado, la fotografía de su cadáver se convirtió en una de las postales más vendidas en todos los EE.UU.

Si El asesinato de Jesse... es un western elegiático y funestamente melancólico, Mátalos suavemente es un neo-noir áspero y nihilista, poblado de personajes amorales cuya única motivación reside en el dinero: Desde Cogan, el expeditivo hitman interpretado con estoicismo por Brad Pitt, pasando por la pareja de yonkis que atraca a la gente equivocada, hasta el “cerebro” del chapucero golpe (Vincent Curatola) muestran una moral utilitarista y se relacionan sólo con fines comerciales o ilegítimos. Resulta revelador el personaje de Mickey (James Gandolfini), el único de toda la película que saca a relucir problemas personales (ahogándolos en litros de alcohol) y que es inmediatamente dejado de lado por el impertérrito Cogan.

Antes hemos dicho que en Mátalos suavemente, la Polis americana sólo se entreveía a través de las campañas electorales de los candidatos a la presidencia. Esto no es del todo cierto. Hay otro personaje (del que nunca escuchamos el nombre) que representa indirectamente esa “Otra América” de la que hablábamos anteriormente: es el personaje que interpreta Richard Jenkins, mediador entre Cogan y los verdaderos dirigentes del negocio. Una cúpula directiva que nunca vemos y que, sospechamos, se reúne en alguna espaciosa sala rodeada de ventanas e inmersa en los entresijos de alguna empresa millonaria. Cómo sentencia el personaje interpretado por Pitt “América no es país, es un jodido negocio”, y ésta es la evolución natural de aquella América, ignota y convulsa: una nación forjada por profetas del Smith & Wesson que al morir se convierten en imágenes-reclamo para turistas. Un símbolo exánime que, como cualquier otra cosa, está a la venta.