jueves, 10 de noviembre de 2011

TRATAMIENTO SONORO EN “POZOS DE AMBICIÓN”. SONIDOS DE HORROR Y LOCURA

SONIDOS DE HORROR Y LOCURA



            Sobre la pantalla en negro aparece súbitamente la barroca grafía del título de la película, sumergido en un (aparente) total silencio, para después desaparecer con la misma determinación. Paulatinamente, casi imperceptible en una primera instancia, en las profundidades de la insondable oscuridad una trémula vibración sonora parece revolverse inquieta; agazapada y expectante.  El reptiliano sonido emerge hacia la superficie con la rapidez de un depredador, mientras la imagen comienza a dibujarse ante nuestro ojos, plana e indiferente, como un simple lienzo que solo pudiera cobrar forma a las órdenes del vigoroso audio que le precede. La imagen acaba de perfilarse, mostrando un paisaje árido y crepuscular. El bisbiseante sonido ha cobrado insólita fuerza al emerger, multiplicándose y transformándose en una avalancha estridente y punzante que eclipsa los sentidos. El paisaje es sólo eso, un paisaje rocoso y anodino. El sonido (¿es música?¿es ruído?) anuncia el advenimiento de lo innombrable. Anuncia horror y locura. El demencial sonido remite poco a poco. La bestia vuelve a sumergirse en la oscuridad cavernosa, donde volverá a esperar acechante. Un hombre pica una pared rocosa, en un agujero hecho con sus propias manos. En las mismas entrañas de la tierra.

            La audiovisión de estos pocos segundos que acabo de describir, justo al inicio de la última película de Paul Thomas Anderson Pozos de ambición (There will be blood), funciona como una obertura que nos posiciona de inmediato frente al relato. Son segundos turbadores y esto se debe, sin duda, a la extraordinaria dimensión de los recursos sonoros. De forma instantánea el sonido de la película nos sumerge en un plano anímico desasosegante, pero también sobrecogedor, anunciando una tragedia de dimensiones bíblicas. Muchos elementos en la escena (tanto en el uso del sonido, como por el paraje mostrado y, sobre todo, la sensación que transmite) nos remite casi incuestionablemente a uno de los prólogos más magistrales de la historia del cine: Estoy hablando de 2001. Una odisea en el espacio (2001. A space odissey) la cinta de ciencia-ficción del genial Stanley Kubrick. El desgarrador tema de Jonny Greenwood, integrante del grupo musical Radiohead y compositor de la banda sonora de la película de Anderson, evoca los dolorosos cánticos del Lux aeterna del compositor rumano György Ligeti, que Kubrick utilizó para la celebre escena en que los primeros hombres entran en contacto con el famoso monolito. En cierto modo, el sonido de ambas escenas corporeizan (otorgándoles un volumen que podemos sentir auditivamente) el mismo concepto: la idea, ya mencionada anteriormente, de lo innombrable. 



      En la cinta de Kubrick el sonido acompaña al susodicho monolito, consiguiendo que su perfectamente serena e inmóvil estructura aparezca tensa y tirante ante nuestros ojos, como si la propia figura emanase las extrañas vibraciones sonoras. Es una representación de lo supremo e incomprensible, que será para los primeros homínidos fuente del poder que les convertirá en dueños del mundo, pero también del horror, el caos y la violencia que le consumirá para siempre. En Pozos de ambición, este sonido acompaña parajes desérticos o las rudimentarias perforadoras petrolíferas mientras horadan perezosamente el suelo, consiguiendo el mismo efecto que la música de Ligeti: Los sonidos de Greenwood hacen que el anodino y terroso paisaje con el que empieza la película cobre entidad en sí mismo, como algo invisible pero amenazante y aterrador. Esa misma tierra que brinda al protagonista, Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) su riqueza, pero también los mismos elementos perniciosos que consumen a los hombres en 2001. Una odisea en el espacio.

            Este recurso será una constante a lo largo de la película. Mas adelante, cuando Plainview hace su primer drenaje de petróleo junto a otros hombres, el mismo chirriante sonido reaparece, persistiendo en casi la totalidad de la larga secuencia. Éste, acompañando el monocorde giro de las poleas y el repiqueteo de las herramientas de trabajo, parece responder al retorcimiento de la tierra, casi como si fuera ésta un organismo vivo al que los hombres tratan de hendir la dura piel. Un zumbido que crispa y, de nuevo, nos alerta, mientras los hombres realizan la tarea monótonamente, en absoluta normalidad. Ya avanzada la perforación, los trabajadores lanzan un enorme peso metálico con forma alargada, desde gran altura, para iniciar el bombeo del agujero, clavándose éste en el suelo con una verticalidad perfecta, como una lanza que penetra la carne. Con éste golpe el omnipresente sonido desaparece. Su repentina ausencia nos inquieta más que tranquilizarnos, como si un ser somnoliento bajo tierra hubiese interrumpido su maquinal respiración, alterado por la presencia de los trabajadores y amenazando con funestas consecuencias. Los hombres paran su actividad. Por fin escuchan alertados, en la misma condición que los espectadores. Pero nada ocurre. El trabajo continúa. 

            El sonido regresa, inclemente. Los hombres levantan el peso con una polea. Al llegar arriba está totalmente cubierto de petróleo. Plainview pasa la mano por el peso, empapándola del negro crudo, y la levanta hacia el cielo en un gesto de victoria y desafío. Hay que decir que, hasta el momento, no se ha pronunciado palabra alguna. Como los hombres cavernarios de la película de Kubrick, los hombres aquí se comunican entre ellos con suspiros, gruñidos de esfuerzo y gritos de alegría. Ante la presencia (visual, pero también auditiva) de lo innombrable, tanto Plainview como los simios, alzan la mano, invocando y amenazando. Justo en ese momento, el sonido parece concentrarse rabioso, cobrando fuerza ante la prometeica osadía del hombre. Al final de la secuencia, el sonido funesto volverá a desaparecer: Justo después de que la precaria torre de perforación se derrumbe y, al caer dentro del agujero sobre Plainview y un compañero, mate violentamente a este último. Daniel sobrevive milagrosamente. La primera amenaza se ha visto cumplida. El primer derramamiento de sangre que el título original de la película anuncia.

            Hacia la mitad de la película, Plainview compra una gran extensión de tierra e inicia un drenaje mucho más ambicioso. Las tensas relaciones entre la ambición de Plainview y la fundamentalista fe del párroco local Eli Sunday (Paul Dano) ya es evidente. En un momento del drenaje, vemos a los hombres trabajando en la perforación, mientras el hijo de Daniel, el joven H. W. (Dilon Freasier) les observa encaramado a un pequeño tejado, justo sobre ellos. El pendular sonido de la perforadora tranquiliza, se oye alguna herramienta o quizá hombres hablando, pero nada es estridente, todo sigue el mesmerizante ritmo de la perforadora. Entonces, la tranquilidad se rompe bruscamente, el peso se tambalea con violencia y el sonido vibrante y metálico del quejido de la perforadora precede al intenso silbido de un escape de gas. Los hombres consiguen huir, pero H. W. sale despedido por la fuerza del gas y se desploma en un tejado de chapa, al lado de la perforadora. El ruido de la explosión de gas es estruendoso y continuo y la madera de la plataforma grita dolorida. Cuando recobramos el punto de vista del niño, el ensordecedor ruido está amortiguado, lo escuchamos como si estuviéramos aislados. Podríamos decir que lo oímos como si nos encontráramos bajo el agua, ya que el ambiente que escuchamos parece acuático y el gran estruendo se percibe amortiguado por la resistencia (tan reconocible y característica) que ofrece el agua. Al volver al punto de vista de Daniel, que corre para rescatar a su hijo, el atronador sonido vuelve a su estado natural. Pero de nuevo con H. W. el ruido vuelve a ese característico sonido amortiguado. Con este recurso nos introducimos directamente en la cabeza del chico, descubriendo más tarde que esa sordera (que le afecta a él y a nosotros) no será sólo pasajera, sino que perdurará haciéndose crónica. Una vez Daniel consigue poner a resguardo a su hijo, el gas que escupía el agujero da paso a un enorme chorro de petróleo que acabará prendiéndose, formando una enorme torre de llamas.

            Es entonces cuando suenan unos primeros golpes de percusión de membrana, marcados con determinación y que van definiendo una pauta rítmica. Los hombres corren torpemente alrededor del gran coloso de fuego, con sus herramientas alzadas, intentando sofocarlo. Los golpes de percusión inician un abordaje de ritmos tribales que van sumándose gradualmente, formando un ritmo sincopado: claves de madera, panderetas, un bombo metálico… La música es enérgica y primitiva, ensalzando la gran figura llameante como si fuera una deidad voraz y desatada. Sumergido en esa vorágine auditiva, el chillido constante de un violín evoca ese sonido primigenio y amenazante del que hablábamos con anterioridad. Los hombres no pueden más que observar el prodigio alzarse hacia el cielo nocturno, asombrados. Plainview celebra el descubrimiento del oro negro. Su compañero le pregunta si su hijo se encuentra bien. Absorto completamente en la visión de las llamas, Daniel le responde que no. El compañero, alertado, se retira a atender al chico. Daniel observa el fuego. Entonces, tanto la frenética música como el estrépito diegético, extrañamente parecen hacerse más graves y sordos, como si se hubieran encerrado en una burbuja. Nos recuerda a cuando “compartíamos” la sordera con el joven H. W. pero ahora es diferente. Al concentrarse la imagen en el rostro de Daniel que, con una expresión retorcida contempla el caos de las llamas, esa cualidad especial del sonido, hueca, ahogada, nos introduce esta vez en la cabeza de Daniel, sintiendo la distorsión que se produce en su interior. El horror que la película vaticinaba al principio, no es otro que el que cobra forma y se alimenta en la cabeza de Daniel Plainview, y es ahora cuando más caemos en la cuenta de ello.



            Curiosamente, de aquí en adelante éste característico sonido reaparecerá a lo largo de la película, pero ahora siempre identificando a Plainview, reflejando su deformación emocional, siendo ésta cada vez más evidente. En ciertos momentos, exactamente el mismo sonido que “abría el telón”, vaticinando un horror informe y omnipresente, pincela ahora escenas que determinan la relación de Daniel con el mundo que le rodea. Un mundo del que cada vez desea estar más aislado. Son característicos los momentos en que Daniel descubre que su recién llegado hermano, al que nunca había visto, no es realmente quien dice ser, al igual que el momento en que lo mata a sangre fría. El sonido pasa a ser un reflejo psicológico de la tormentosa mente de Daniel. 

            Ya al final de la película, Daniel ha ganado suficiente dinero para adquirir una colosal mansión en la que, como deseaba, vive aislado como en una fortaleza. Su deterioro mental y emocional es evidente y vemos que por ambición y orgullo acaba perdiendo a su hijo (aunque realmente no lo fuera), único lazo que aún le unía a la humanidad y la cordura. Tras el reencuentro con su “Némesis” Eli Sunday, que aparece en la mansión hundido y totalmente arruinado (debido al crack del 29), la colisión titánica que se ha fraguado durante toda la película entre estas dos arrolladoras personalidades estalla en un arrebato de violencia en el que el joven párroco es asesinado por un Daniel completamente enajenado. Tras los estentóreos alaridos de odio y locura y la consecuente muerte de Eli, un calmo silencio se instaura, dejando a Plainview sólo en la estancia. Justo antes de la aparición de los créditos finales, una exaltada pieza musical clásica, el concierto en Do mayor Vivace non troppo de Brahms, estalla en una especie de desquiciada algarabía, tensando ese último instante de quietud que la imagen del protagonista, derrumbado al lado del cadáver de Eli, nos ofrece. Esa extraña celebración de la violencia y la locura en las vigorosas y solemnes notas de una pieza clásica, nos remite a otra película de Kubrick: La naranja mecánica (A clockword orange). Al igual que ocurre con Alex, el protagonista de la cinta basada en el libro de Burgess, en Pozos de ambición la música nos ofrece un retrato psicológico del protagonista, en la que la estentórea música clásica expresa la locura y la violencia, enradeciéndola hasta el éxtasis.

            No con gratuidad se ha comparado a Paul Thomas Anderson con el ya desaparecido Stanley Kubrick: por la osadía de sus propuestas, su extrema polivalencia, Su estética canónica… Pero sin duda, en uno de los aspectos que más observamos que el joven director ha bebido del fallecido maestro es en su reflexivo uso de la música y de las cualidades del sonido. Nunca fútil, siempre imprevisible y sugerente. Y eso es sin duda lo que ocurre en Pozos de ambición. Dónde la mayoría de títulos actuales usan la música a modo de subrayado o el sonido como mera herramienta funcional, en esta película estos elementos hacen que las dimensiones de lectura se multipliquen y diverjan, alcanzando nuevos y enriquecedores estadios. Aquí el sonido convierte la película casi en un organismo vivo: en una auténtica obra de arte.

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