sábado, 30 de junio de 2012

MOONRISE KINGDOM, de Wes Anderson


DE NUEVO, ESA DESAFECCIÓN

Al aparecer en pantalla los créditos finales de la última fábula de Wes Anderson, no pude evitar verme dividido entre dos posturas: Moonrise Kingdom es divertida, fascinante, de una singularidad valiosísima y, a pesar de todo, es una película un tanto insatisfactoria. Debo (y deseo) ser justo en mi criterio: es innegable que el director de Fantástico Mr. Fox ha desarrollado a lo largo de su filmografía una inconfundible voz propia, una expresión artística radicalmente personal que ha devenido en la génesis de un universo extraño y único, lúcidamente coherente dentro de su caprichosa incoherencia. Ateniéndonos a este principio, el trabajo de Anderson es propio de un genio.

Sin embargo, y ésta es una patología reconocible en muchas de sus películas (con excepción de Los Tenembaums, posiblemente su título más logrado), bajo el sorprendente dominio narrativo propio de Anderson (presentando la casa familiar de la protagonista en sucesivos planos secuencia, mostrando el edificio y sus habitaciones como una página segmentada en viñetas, cada una con su propio microrrelato) y la elaboradísima factura de cada plano, se percibe cierto frío distanciamiento en el tratamiento del director. Una desafección que acaba contagiándose y que frustra nuestra empatía por Sam y Suzy, la pareja de fugitivos enamorados que protagoniza la película.

Tal vez esta cita del filósofo francés Henri Bergson, extraída de La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico, eche un poco de luz sobre este asunto: “Lo cómico, para producir su efecto, exige algo así como una momentánea anestesia del corazón. Se dirige a la inteligencia pura”. Sospecho que a Wes Anderson y a los espectadores de su cine nos puede la soberbia intelectual: a lo largo del metraje no hacemos más que esperar ansiosos la siguiente exquisitez cómica de este inclasificable autor. Y Anderson, claro está, no defrauda. Conoce bien a su público y traza la psicología de sus protagonistas, así como la comicidad con la que operan, acorde a ese perfil: culto, de cierto aire melancólico, reacio a abrazar la madurez y, sobre todo, desenfadadamente cool.

Frente a la incomprensión del mundo adulto, los espectadores reímos con la insólita precocidad de los protagonistas y comprendemos sus inquietudes intelectuales porque, no sólo las hemos compartido, también hemos vivido el rechazo que éstas generaban (uno de los scouts advierte a Suzy que “Sam es un desequilibrado”, a lo que ella responde “tal vez no le conocéis bien”). Pero esta identificación es puramente racional. En aras de ese “efecto cómico” del que hablaba Bergson, Anderson ha descuidado el componente emocional de su historia. Un elemento indispensable para que Moonrise Kingdom llegara a convertirse en algo más que lo que ha acabado siendo: la (formidable) fábula de moda para la última generación de eternos Peter Panes. Una moda que, como todas las demás, acabará por olvidarse.

domingo, 3 de junio de 2012

THIS MUST BE THE PLACE, de Paolo Sorretino


 
 CUANDO MENOS ES MÁS

 El chocante cartel de This must be the place, cuyo principal atractivo se sustenta en el melancólico rostro de Cheyenne (un brillante Sean Penn interpretando a una vieja gloria del rock retirada) es una clara muestra de lo que nos espera en la sala de cine. La mayor virtud de esta road movie filmada por el italiano Paolo Sorretino es, muy a su pesar, la brillante interpretación de su actor principal. Circunstancia que no sería remarcable (a estas alturas no descubrimos a nadie el talento de este intérprete) de no ser por la irritante persistencia del director por evidenciar su virtuosismo estético en cada plano, firmando una obra cuyo farragoso barroquismo acaba por entorpecer la narración de una historia que no carece de interés.

Ya en la hipnótica Las consecuencias del amor, Sorretino se sirvió de su elaborado estilo para contar la intrigante historia de Girolamo, un taciturno individuo que vive solo en una habitación de hotel, a la espera de algo que nunca termina por revelarse. Allí, el director se afanaba en construir su discurso a partir de instantes vacíos, relegando las claves del esquivo relato para la mente del espectador. En This must be the place también encontramos estos vacíos: son los vacíos, geográficos y emocionales, de la carretera norteamericana. Hostales y bares de paso,  reconocidos “entre-lugares” de ese nuevo continente ignoto que tanto fascina a los cineastas europeos. Y el propio Sean Penn, con su dicción balbuceante y su mentalidad naïf, camufla convenientemente los conflictos de Cheyenne, construyendo un personaje que, extraviado en un espacio límbico (así como en sus propias inseguridades) primero interesa y, finalmente, fascina.

Pero la grandilocuencia estilística de Sorretino acaba por despistarnos. Lo mismo que ocurre con la inclusión del tema del Holocausto en la trama (Cheyenne emprende su viaje para buscar a un antiguo criminal nazi que torturó en los campos a su, recientemente fallecido, padre). Mucho se ha criticado el tratamiento que, de una materia tan delicada, ha llevado a cabo el director. Pero es sencillamente que a Sorretino, como al propio protagonista, la palabra le viene grande (ante la pregunta de “¿Conoces el Holocausto?”, Cheyenne responde “En líneas generales”). Porque tanto a la película como a su director lo que les interesa es plasmar ese camino, doloroso pero esperanzador, que Cheyenne debe recorrer hacia la madurez y la reconciliación con su pasado (tortuosamente marcado por el suicidio de dos fans, de cuyas muertes se responsabiliza). Un retrato sin pretensiones que Sean Penn es capaz de bordar con una simple mirada pero que Sorretino, con todos sus malabarismos, acaba diluyendo.