Inesperadamente, aquella estaba
resultando una tarde de lo más agradable.
Reclinado desde la orilla, lanzó
una mirada distraída al divertimento de los bañistas: Minúsculas cabecitas que
chapoteaban en una suerte de solaz inocencia. Era como contemplar, indiferente
y distante, el bullicio de otro mundo. Un universo mínimo, revoltoso como una
sinfonía joven e impaciente. Satisfecho, divagó en ocurrentes analogías: El
laborioso frenesí de una colonia de hormigas; La vorágine caníbal de las partículas microscópicas.
Todo tan desesperado y fútil.
Alguna de esas diminutas
cabecitas era ella. No la reconocía, pero eso poco le importaba. Y de todo
aquello, eso era lo más sorprendente: La absoluta ausencia de preocupaciones.
Hubiera podido creer que los tormentos que hace sólo días le torturaban, le
hubieran llegado indirectamente, como reflejados en las páginas de un libro, propios
de un personaje de ficción.
Intuyó que la felicidad debía ser
eso. Si no, algo muy parecido.
Despreocupado, permitió que le
invadiera el sopor y se tumbo bocabajo, sobre la arena.
Ya no tenía porque seguir
sufriendo.
Pero la voz dice: No existe paz para siempre.
Un latido salvaje le invocó desde
lo más profundo. Un imposible alarido que hervía inclemente en su sangre.
A sus espaldas el mar rugía
furioso, en un tumulto de éxtasis y pesadilla.
El ansia devoraba sus tripas y
frente a él, en absoluto delirio, creyó vislumbrar una montaña de purulentos
cadáveres: hinchados, cercenados, violados y mordidos. Aquello le excitó.
¿Cómo podía haber sido tan iluso?
¿Cómo se permitió bajar la guardia?
Ignorante y estúpido, yacía
esperando el inexorable castigo. Pues es cierto, engañó a muchos y la engañó a
ella. Pero a aquello nunca podría esconderle su secreto.
Pensó que creyó amarla. Incluso
había imaginado una vida, juntos.
Pero él era un depredador.
Más allá no había nada.
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