martes, 3 de enero de 2012

A propósito de KUBRICK y el cine bélico



Perfeccionista, megalómano, genial, huraño, neurótico, clarividente… inclasificable. Posiblemente, Stanley Kubrick sea el director más enigmático de la historia del jovencísimo séptimo arte. Venerado por unos, vilipendiado por otros; es imposible que a nadie deje indiferente porqué, en adición a lo mentado, Kubrick era un provocador: Un elegante y solemne provocador.
Personalmente, la mirada del polémico director me inquietaba hasta un pavoroso desconcierto: ¿Cuál era la fuente de la abrumadora gracilidad “sobre-humana” de 2001. Una odisea en el espacio? ¿A qué extravagante lógica obedecía la insana e incisiva ímpetu destructiva de La naranja mecánica? Había algo turbador en la representación fílmica de Kubrick, en ese, en primera instancia, inocuo envoltorio aséptico que revestía su estilo.  No reconocía ni un solo atisbo de “sello personal” en esa sucesión de equilibradas construcciones, siguiendo todas ellas cánones pictóricos casi áureos. Pero indudablemente era único, diferente a todo. Y lo más importante: todas ellas encerraban una verdad desnuda, irrefutable; una certeza que sin señalarnos con el dedo nos invoca, nos implica insoslayablemente. Una verdad con mayúsculas que, casi siempre, es espantosa. Porque Kubrick no filtra la realidad y la representa a través de un criterio estilístico subjetivo, como si fuese la rúbrica del artista (siempre reconocible), sino que la realidad se filtra a través de Kubrick, usándolo como instrumento ejecutor de un discurso genérico y elemental. Al menos en sus obras más maduras.
Tras esta breve introducción (un tanto sibilina) al estilo de Stanley Kubrick, pasaré a un análisis crítico sobre tres de sus películas aunadas por un mismo eje temático y género, el (anti) bélico, a saber: Senderos de gloria, Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? y La chaqueta metálica.

Pese a que las tres películas coincidan en el tema tratado, cada una se aproxima desde una postura y con un tono bien diferenciado, que bien podrían representar una evolución formal (que no intrínseca) en el posicionamiento del director frente a la barbarie de la guerra.
  

Senderos de gloria. La retórica del idealismo:

Senderos de gloria representa la frustración de una proclama idealista que se asfixia entre los engranajes de la absurda maquinaria bélica. Ambientada en la primera guerra mundial, dónde la jerarquía militar se estructuraba aún en términos clasistas, la virulenta crítica de Kubrick adopta un estilo sutilmente expresionista para suscitar emociones apuntaladas en valores ideológicos: Los primeros planos contrapicados de la marmórea efigie del coronel Dax (Kira Douglas) al defender a los acusados, las constreñidas composiciones cuando se representa el encuentro entre los generales y el coronel tras el fracaso de la ofensiva a la colina, o el radical contraste entre las lúgubres y angostas trincheras contra las amplias y ostentosas estancias de los altos mandatarios.
Estas señas expresivas, que a lo largo de la carrera del cineasta se irán depurando, se combinan con otros recursos que acabarán convirtiéndose en identificativos de los films de Kubrick, sirviendo a su afán obsesivo por plasmar la realidad en su carácter más categórico: Es ya leyenda la secuencia-travelling en la que las tropas francesas, bajo la égida del coronel Dax avanzan por el truculento campo de batalla, o los recorridos por las sinuosas trincheras a modo de plano subjetivo, o el uso intencionado de los puntos de fuga en las tomas colectivas, que confieren dimensión a la escena… Todos estos recursos auspician la implicación emotiva y la personificación del espectador en el escenario creado.
El ritmo sincopado y voluble de Kubrick, representa una revolución contra los austeros y meramente referenciales métodos de representación clásico propio del cine de las majors, que todavía perduraría hasta su irremisible extinción. Un film insólito por su planteamiento anti-militarista (cuando estaba en boga ensalzar a los belicosos héroes de la patria) y visionario en cuanto planificación y concepción de la retórica cinematográfica.





Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?  El arte de provocar:

Teléfono rojo... es, de principio a fin, una ácida broma de gusto refinadísimo. Tras un breve y ominoso prólogo, a modo de preámbulo de lo que se esperaría un thriller político a lo Tom Clancy, se nos deleita con un distraído y ensoñador tema musical propio de baile de salón de los 40 mientras asistimos a un abastecimiento de combustible entre dos aviones militares. Para mí la connotación sexual de la escena está clara, pero que el lector deduzca por si solo.
El carácter satírico de la obra llega hasta el extremo de la siniestra hilaridad, retratando a los responsables de la seguridad y pervivencia de la humanidad como un conjunto de descerebrados de una fatuidad pueril. –“No pueden pelear aquí. Ésta es la sala de la guerra.”; la susodicha sala bien parece el patio de recreo de un jardín de infancia, regalándonos George C. Scoot y sobre todo el polifacético Peter Sellers unas  interpretaciones ampulosas, desternillantes, histriónicas… inestimables.
En Teléfono rojo…todo el virtuosismo de Kubrick sirve al cometido paródico: los redundantes zooms vertiginosos en los comandos cada vez que se hace revisión de su funcionamiento dentro de la cabina del avión en discordia, o el cómico suspense que se crea en los demenciales parlamentos del general con su subalterno (otro magnífico Peter Sellers), escrutando sus rostros, inundando la pantalla de patetismo heróico.
También requiere una mención especial la curiosa simbiosis entre la grave forma estilística de Kubrick y el tono humorístico de la película: Combinando escenas grabadas a modo de guerrilla (casi parecen imágenes de archivo) con las escenas del despacho del general, (soberbiamente iluminadas) inundado en una oscuridad latente y amenazadora o el ya citado salón de la guerra, con una puesta en escena sobrecogedora, hipnotizante y colosal; en ningún momento se desdibuja la sonrisa de nuestra cara, pero tampoco nos abandona una funesta sensación de tragedia inminente. Es el máximo paradigma del humor negro llevado a la seña estilística.
Es un deber moral el rememorar aquí el magistral epílogo de Teléfono rojo… Esa desconcertante intromisión de detonaciones nucleares que, regidos por una coreografía digna de los mejores musicales de los 30, nos eleva arrobados, meciéndonos complacidos con una nana ante el trasfondo del peor de los cataclismos imaginables. 




La chaqueta metálica. Diario de guerra:

La chaqueta metálica es un canto abyecto y  nihilista. Representa la mirada exhausta de un hombre desesperanzado con la raza humana y su obcecación por aferrarse a la guerra como medio para lograr la paz. Narrada a modo de diario de guerra, la película no se posiciona en bando alguno, tan solo representa el proceder de la despiadada guerra. Las conclusiones deben sacarlas los espectadores.
En esta película, los recursos formales de Kubrick cobran una significación mayúscula. La primera parte del film, la instrucción militar del recluta “bufón” (Mathew Modine) y sus compañeros, está definida por una estética aséptica y funcionalista, dominada por tonos pálidos y desvaídos. La retahíla de cabezas afeitadas sucediéndose hacia el infinito, rodeados por columnas y literas equidistantes transmite la idea de la alienación del sujeto por el sistema formativo del ejército, esa terrible máquina paridora de criaturas “nacidas para matar”. El constante recurso de los puntos de fuga en planos colectivos refuerzan la sensación impotente de inmovilismo: Los aspirantes siempre están en movimiento, siempre avanzando hacia la figura idílica del marine; pero nada se mueve, nada cambia, todo es estático. El monstruo asoma su fea cara justo el día antes de abandonar la academia: el malogrado recluta “patoso” (Vincent D´Onofrio), en un brote psicótico mata al instructor para después esparcir sus propios sesos por la pared del inmaculado baño. Por primera vez vemos el color crudo e intenso de la sangre, esparcido en irregulares y caóticas motas. Aparece así lo inesperado, lo espantoso, ese macabro desorden inherente a la guerra que a nadie le han enseñado en la academia. Es el preludio de lo que acontecerá de inmediato.
También es remarcable el uso de la cámara lenta, no con criterios burdamente estéticos, sino apoyados en un afán ético. Durante la instrucción, observamos a los aspirantes practicando sus ejercicios y superando los obstáculos con slow-motion, pudiendo percibir como los músculos se hinchan, los tendones se tensan, las articulaciones se robustecen… observamos al detalle el funcionamiento de las máquinas mortíferas que intentan crearse. Ya en Vietnam asistimos a la misma técnica: cuando los soldados son abatidos inclemente por un francotirador escondido; podemos sentir la entrada y la salida del proyectil, esparciendo sangre y vísceras por doquier, con un detalle milimétrico (al más puro estilo Peckinpah). Sin trucajes ni trampas. Todo es producto de esa ansia de perfección del sistema y Kubrick se lo espeta en la cara con la misma moneda.
Mención especial merece la asombrosa escenografía del campo de batalla, intentando recrear Vietnam (no pudo filmarse en el continente asiático). Brindándonos unas escenas realmente apabullantes y sobrecogedoras.
Al finalizar la película, la tropa en la que ha acabado infaustamente enrolado nuestro amigo bufón se dirige hacia un horizonte crepuscular tras una dura batida. La mirada de Kubrick le escruta con desencanto, en un seguimiento lateral en el que los soldados no son más que sombras frente las columnas de fuego y humo que en un tiempo fueron ciudades. Desfilan vitoreando por una batalla vencida… han perdido amigos. Acabarán perdiendo la guerra. Y esta noche se ha perdido mucho más.

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