Estaba tan
oscuro que me costaba ver mis propias manos. Las puse delante de mi cara y
empecé a girarlas y agitarlas con fuerza. Sabía que estaban allí y que eran mis
manos, pero entonces solo eran algo borroso, como las manos de un fantasma… no,
como las alas de una langosta, que las ves, pero no las ves. Estaba oscuro y
hacia frío y yo estaba un poco asustado, pero todo el rato me convencía que no
tenía porque tener miedo, pues mi padre estaba a mi lado y él no me llevaría a
ningún sitio donde pudiera pasarme algo malo. Entonces mi padre se acercó y me
susurró al oído: - …Mira hijo. Ya viene…- Y el cielo se llenó de luz de plata.
El tren era
muy extraño, pero era el mejor tren que pudieras imaginarte. Era larguísimo,
pero no se veía que tuviera vagones, solo ventanas y ventanas y más ventanas. Y
brillaba mucho. Brillaba como si estuviera todo hecho de luz. Me pregunté quien
tendría la suerte de conducir ese tren.
Por dentro, el
tren se parecía mas a los demás trenes y parecía que fuera más viejo. Pero los
asientos eran muy cómodos y absolutamente todo, el suelo, las paredes y las
puertas (por que era raro ya que, aún sin haber vagones, sí había puertas) estaba cubierto de una moqueta
que, mucho tiempo atrás, había presentado un aspecto radiante y colorido. Había
pasajeros, pero no pude verle los ojos a ninguno. A decir verdad, tampoco me di
cuenta de si tenían o no ojos. Entonces mi padre me dijo que esperara, que
tenía que hablar un momento con el revisor. Y se fue.
El tren se
puso en marcha y mi padre aún no había vuelto. Quise ser valiente y aguantar,
pero miré hacia todos lados y no conseguí verle en ninguna parte. Fue entonces
cuando vi la silueta enorme y rechoncha del revisor al final del pasillo. Me
acerqué a él y llamé su atención. El cuerpo del revisor era tan grande, que a
duras penas cabía por los pasillos del tren, así que en cuanto le llamé, con
gran dificultad se dio media vuelta para dirigirse hacia mí. Pese que a su
presencia me horrorizaba (tenia la cara hinchada y sin forma, como la masa
antes de hornearse y convertirse en pan) le pregunté por mi padre, pero
claramente estaba muy poco interesado en darme esa información y sí muy
interesado en ver mi billete, así que me escurrí por debajo de sus piernas y
fui a buscar a mi padre por el resto del tren.
Miraba por
todas partes pero el pasillo no cesaba de continuar y continuar. Me asusté. Me
asusté mucho y no pude evitar caer sobre mis rodillas y llorar como si no fuera
más que un niño. Entonces escuché algo. Me dirigí corriendo a la ventana y allí
lo vi. Era mi padre y estaba fuera. Sabía que era mi padre aunque no se parecía
a él. Tenía unas piernas larguísimas que le elevaban por encima del tren y un
gran gorro de chistera, como el que tienen los magos para esconder sus conejos.
En ese momento no estaba triste, porque sabía que había encontrado algo. Y mi
padre, como respondiendo a mis pensamientos, empezó a escribir, con humo, algo en
el aire. Una palabra. Una palabra que, viéndola ahora, sé que es lo que he
estado buscando toda mi vida.
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